martes, 10 de abril de 2012

...huir.

Demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. Idas y venida de cabeza, ríos de lágrimas resbalando por la mejilla. Deseas huir, desaparecer, no afrontar toda la porquería que se ha acumulado a tu alrededor y que tu has alimentado. 


Allí estaba Alice, sentada en la orilla de aquel pequeño río. Le relajaba sumergir sus pequeños pies en aquel agua helada. Le encantaba sentir cómo la sangre fría le subía por las piernas y le refrescaba todo el cuerpo. Los escalofríos se sucedían igual que los pensamientos por su cabeza. Había hecho las cosas mal y lo sabía, por eso había decidido huir al pueblo en el que se crió, en el que todavía se sentía una pequeña niña indefensa a la que le perdonaban todas las fechorías que hacía. Pero no, ahora no ataba lazos en las orejas de su perro o llamaba a los timbres vecinos y echaba a correr. Ahora las fechorías no se las debía perdonar nadie más que ella misma. Y, de momento, no podía hacerlo. 
Otro escalofrío más recorrió su espina dorsal. Vuelta a la realidad. A aquel pequeño pueblo, a aquel pequeño río, a aquella pequeña mujer, a sus pequeñas uñas pintadas de rojo. Pero sabía que la gran realidad estaba a la vuelta de la esquina e iba a caer sobre ella de un momento a otro y, entonces, no tendría un lugar donde escapar.


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