miércoles, 21 de septiembre de 2011

Tarde en bicicleta.

Se vistió despacio, había sido una noche dura, bañada entre lágrimas. El sueño más que reparador había provocado una gran angustia en su interior. Necesitaba despejar la mente, cogió aquella vieja bicicleta y se dispuso a dar un paseo. No tenía un destino en su mente, pero sí un lugar al que ir. Necesitaba pedalear con el fin de que a cada pedaleada se fuera poco a poco cada pensamiento intruso, cada inquilino amargo.
El aire fresco rozaba su cara, oía el roce de las ruedas sobre el asfalto, la cadena, los frenos chirriar. Simples señales que le hacían prever que esa tarde no iba a acabar como ella había pensado. Llegó al inmenso prado, esperaba encontrarle en el banco y, efectivamente, allí estaba, esperándola con los brazos bien abiertos, como si hubiese escuchado todo lo que en esa cabecita bullía, como si supiera que una conversación sería más que suficiente para mitigar la furia interna. Sabía que le necesitaba, y, estaba allí, limonada en mano, sonrisa en boca, amistad en los poros de su piel.
Las palabras se iban sucediendo, la rabia iba desapareciendo con cada frase, con cada sorbo, con cada paso de ese zumo fresco de limón por el esófago, estomago y corazón.

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