jueves, 3 de febrero de 2011

Ingenuo(A).


Es de noche. Corre una suave brisa fuera de la casa. Viejas telarañas sin habitar cuelgan del las esquinas, paredes de roca caliza, algún día decoradas con pequeños y simples cuadros. Hoy el único mobiliario allí presente es una vieja mesa de madera tallada. En ella se puede apreciar una palabra escrita: envidia.

Dicen que sólo aquellos que no tienen confianza en si mismos pueden sentirla, verla, palparla. El dueño de la pequeña casa era carpintero, contaban que alguna vez tuvo mujer, pero, claro está, eran rumores de pueblo; aún así, si la tuvo, la dejó escapar.

Un día despertó y lo único que encontró fueron recuerdos, de lo que tuvo y no supo apreciar, una cama vacía, un armario vacío, un hueco en aquella losa de piedra situada a la izquierda de su pecho. Más grande de lo que él pensaba. Le corroía la rabia, rabia que sólo tenía que comerse a cucharadas, o cortarla con cuchillo y tenedor de lo sólida que se había vuelto. Ahora ansiaba salir de allí, de aquella mísera casa que sólo le traía viejos recuerdos, el peor de ellos el olor de su perfume. Ella no volvería nunca a él. Había encontrado a alguien mejor.

Es entonces cuando entraban en juego todas sus artimañas de ratero, de despreciable, de miserable. La quería para él solo. Todo y cada uno de los recovecos de su cuerpo debían de volver a pertenecerle. Ingenuo al pensar que lo conseguiría. Ella tenía claro que lo único que él iba a alcanzar era tallar con aquella vieja gubia aquella dichosa palabra en aquella vieja mesa.


No me gustan las barbies con un 6,5 de nota, me gusta la naturalidad, la espontaneidad, la sencillez, la alegría, lo diferente, lo especial, lo que se sale de la rutina. Me gusta saber qué quiero y cómo lo quiero. 
"Un brindis de chocolate caliente unido a un gofre con nata".

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