miércoles, 19 de enero de 2011

NO me acostumbraré nunca.

Muerte. Estos días la tengo más cerca que nunca. Hace dos días escasos ingresó una señora en la 5ª, lo sé, no acompete a  mi planta, pero en oncología no había camas, estamos en invierno y el hospital está colapsado. Llegó a  urgencias con cefaleas, su causa: metástasis cerebrales. Hace dos años padeció cáncer de páncreas. El único signo delator: no tenía pelo. Me hablaba, me decía que sangraba bastante con los pinchazos, que solía beber mucho agua...
Ahora está postrada en una cama a la deriva, con un cócktail molotov:  2 ampollas de valium, algo de buscapina y 300 mg de cloruro mórfico. Solo respira, pero poco a poco cada vez menos.

¿Y tengo qué pensar que hay alguien que la espera en alguna parte? ¿cielo? ¿infierno? En su cara sólo veo agonía, claro que para la familia la religión TENGA que ser un escape. Un escape el pensar que estará mejor en alguna otra parte y no en este mundo en el que su cuerpo se digiere a sí mismo. Un escape en el que yo no pienso. Lo quiero ver desde el punto de vista del proceso de la vida. Igual que se nace, se muere.

Me cambio de habitación y veo al hijo de una paciente con un ordenador portátil de última generación y un i-pod de esos que de tantas cosas que tienen ni los sabes manejar. Es cura del Opus Dei.

Para colmo, dos habitaciones más allá una mujer comentando si donde vive las camas tienen mandos, tienen todo acondicionado para las ancianas con rapas, sillas especiales. Vive en un convento. Es monja.


¿Y tengo que creer que son humildes? ¿misericordiosos? ¿ayudan al prójimo? ¿qué iran a alguna parte cuando su proceso de vida acabe?

Al fin y al cabo todos acabaremos igual. Pero nunca me acostumbro a ELLA.






Vamos a bebernos tu y yo el mundo.

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